Ir al contenido principal

Conservadores en Estados Unidos

Pocos descubrimientos son tan exasperantes como los que revelan la genealogía de las ideas. (Lord Acton, citado por Friedrich Hayek).
Egoísmo [selfishness] no para aplastar a los demás, sino para ser independiente de los demás. (Diarios, Ayn Rand).
Esculturas Monte Rushmore, Dakota del Sur. Presidentes Washington, Jefferson, Theodore Roosevelt y Lincoln.
Una de las grandes diferencias entre la Revolución Francesa (1789) y la Estadounidense (1776) radica en el objetivo profundo (y real) de los actores. En Francia el objetivo de los revolucionarios era asaltar el poder, el Estado, y adaptarlo a los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad. Me quedo con la palabra que considero primordial, “fraternidad”. Sin embargo, en Estados Unidos la finalidad de la rebelión consistía, fundamentalmente, en mantener el “statu quo” de “hombres libres” que se había adquirido al colonizar un mundo totalmente nuevo. En este caso, la palabra esencial sería “libertad”. En Francia el nuevo Estado siguió siendo la clave de bóveda del sistema. En cambio, en Estados Unidos, desde el principio, se instaló una seria desconfianza hacia el Estado. La libertad de los grupos de colonos, desde los inicios del siglo XVII, para autoorganizarse permitió identificar patrones nuevos al margen de la práctica política vigente en su época.
El historiador Alan Brinkley (1949-2019) publicó en The American Historical Review (volumen 99, número 2, abril de 1994) un artículo titulado El problema del conservadurismo estadounidense que resulta muy ilustrativo en cuanto a las tesis apuntadas.
La frase inicial revelaba la finalidad del artículo: Sospecho que no será una afirmación muy controvertida decir que el conservadurismo estadounidense del siglo XX ha sido algo así como un huérfano en la investigación histórica.
Se refiere a que los distintos grupos de historiadores no han creado un modelo coherente para explicar lo que ha ocurrido (y ocurre) en el ámbito conservador en Estados Unidos. Al contrario, se han concentrado, sobre todo, en hacer hincapié en el triunfo del Estado progresista-liberal y de la sensibilidad moderna y cosmopolita que lo ha acompañado.
Por otro lado, cuando han intentado comprender el conservadurismo se han centrado en las élites económicas y sus esfuerzos por preservar la riqueza y los privilegios. Como ejemplo, un supuesto, los académicos de la Nueva Izquierda, al idealizar románticamente al “pueblo”, no concibieron la posibilidad de que los movimientos de masas pudieran surgir de la derecha.
Alan Brinkley
Para poder centrar la cuestión Brinkley identifica (simplificando) en el ámbito político estadounidense tres grandes grupos. En primer lugar, el más importante (por su extensión) es el “liberalismo” que defiende la libertad individual y la libertad económica (esta última con matices según los grupos internos) pero que, además, reconoce la necesidad del Estado para regular la vida social e impedir excesos. En segundo lugar, un grupo “progresista” (o de izquierdas) que achaca a los liberales su especial tendencia a favor de las corporaciones (grupos de poder económicos). En tercer lugar, el grupo “conservador”, que coincide con los liberales en la defensa de las libertades, pero tiene un sesgo claramente antiestatista. Hay que explicar esto último.
Brinkley considera que el siglo XX se ha caracterizado por el predominio de la mentalidad liberal. Sin embargo, indica que los liberales de fines del siglo XIX (liberales clásicos) eran antiestatistas en el sentido que al liberalismo le daban John Stuart Mill y los liberales de Manchester (“laissez faire, laissez passer”). En ellos había rastros del “republicanismo clásico”. Un mundo anterior al Estado, mítico (tanto que nunca existió) y poblado por una ciudadanía virtuosa que actuaba en nombre de la res publica y dejaba voluntariamente de lado el interés propio (Gregory Spindler).
La “era progresista” (1890-c.1920), consolidada en la presidencia de Theodore Roosevelt, implicó un crecimiento de la intervención del Estado para impedir los abusos de las corporaciones industriales y financieras. De esta forma se llegó a configurar el “liberalismo” dominante. Es decir, incluyendo el Estado como un actor necesario en el libre mercado y en el ámbito de las libertades individuales.
Por otra parte, la tradición liberal antiestatista de los Estados Unidos del siglo XIX se ha convertido cada vez más en propiedad de aquellos que, en el siglo XX, son generalmente conocidos como conservadores (o, como algunos de ellos prefieren, libertarios). El apóstol de los “libertarios” es el economista austríaco Friedrich Hayek (1899-1992). Su obra Camino de servidumbre (1944), una feroz crítica de la intervención del Estado, atacó el “New Deal” (Franklin D. Roosevelt) y proporcionó un soporte intelectual al libertarismo. Hayek, junto al economista Milton Friedman y el filósofo inglés Michael Oakeshott, se convirtió en el azote del “liberalismo”. Los libertarios han permeado el conservadurismo estadounidense moderno, pero no lo han constituido en su totalidad. Hay otras corrientes poderosas que atraviesan el pensamiento conservador.
Estatua Atlas. Rockfeller Center, New York.
Aquí empiezan los problemas. En el conservadurismo, aparte de los libertarios, hay una corriente “normativa” que mantiene la creencia de la necesidad del respeto a las tradiciones morales, la sociedad civilizada requiere órdenes y clases, en contraposición al cosmopolitismo y al relativismo que son el soporte de las sociedades globales modernas. Estas tradiciones morales (occidentales y clásicas) serían una fuente de verdades eternas y valores atemporales.
A pesar de las obvias contradicciones entre la corriente “libertaria” y la “normativa” no sería, para los historiadores, muy difícil identificar un modelo de trabajo. Pero, además, hay otro segmento de la derecha contemporánea cuyas demandas son considerablemente más radicales y cuya crítica no deriva de nociones elitistas de tradición y moralidad sino … de un fundamentalismo cultural y religioso profundamente arraigado. Se trata, sobre todo, de los grupos cristianos evangélicos y episcopalianos.
Estos grupos (los fundamentalistas) atacaron directamente a los símbolos (esenciales) de “progreso” como la secularización de la cultura popular, la enseñanza de la evolución e incluso el principio de separación de la Iglesia y el Estado.
Respecto a los fundamentalistas la cuestión que se plantea es que: Este nuevo y poderoso desafío a la cultura secular ha resultado aún más desconcertante para muchos académicos liberales e izquierdistas porque sus defensores a menudo han expresado sus demandas esencialmente normativas en un lenguaje libertario: denunciando a un Estado coercitivo o a una «élite cultural» ajena por entrometerse en las vidas de individuos y comunidades. Y más aún, la agenda de la mayoría de los fundamentalistas políticamente activos (religiosos y seculares por igual) no es sólo proteger su propia lealtad a las normas morales «tradicionales», sino imponerlas a la sociedad en su conjunto.
En este punto es donde ha llegado el desconcierto a los historiadores liberales y de izquierdas. Los intelectuales progresistas han tendido a creer que una sociedad racional y económicamente desarrollada no rechazaría la modernidad ni el progreso.
Para comprender esta paradoja hay una obra que podría explicarla, The Search for Order (1967), del historiador Robert H. Wiebe en la que éste indicó que las grandes corrientes globalizadoras no son suficientes para explicar la naturaleza de la sociedad moderna. 
El pueblo estadounidense, sostuvo Wiebe, vive en una nación de diversidad y complejidad casi sin paralelo. Lidia con esa diversidad no tanto apoyándose en supuestos comunes y valores universales sino «segmentando» su mundo: creando esferas sociales discretas y aisladas para su vida privada, separadas del sistema económico burocratizado en el que trabaja la mayoría de ellos. Estados Unidos, sostiene, es tanto un conjunto de culturas distintas con visiones del mundo divergentes como una nación centralizada y consolidada. Es decir que lo que mantenía unidos a los estadounidenses era su “capacidad de vivir separados”.
El dilema actual (1994) es que es impensable que los estadounidenses laicos contemplen la posibilidad de abandonar el rumbo racional y progresista al que desde hace tiempo suponen que la nación está irrevocablemente encaminada. Pero es igualmente impensable que los fundamentalistas consideren abandonar, en nombre del progreso, los valores y las creencias que dan sentido a sus vidas y definición a sus comunidades.
No ha sido fácil, para los estadounidenses liberales y laicos, asumir que la derecha fundamentalista es una «franja lunática» irracional y desarraigada, plagada de desajustes culturales y psicológicos. Pero va a ser mucho más difícil aceptar que los fundamentalistas pueden ser personas racionales, estables e inteligentes con una visión del mundo radicalmente diferente de la suya.
Brinkle termina su visionario (y presciente) artículo, recordemos escrito en 1994, diciendo que la historiografía estadounidense se encuentra ante un problema de “imaginación histórica”. Para entender a los Estados Unidos habrá que elaborar un modelo nuevo (un relato) que sea capaz de integrar las contradicciones del conservadurismo. Es decir, que sería necesario algo más que apreciar el papel central del “liberalismo” y el papel de la izquierda en desafiar las afirmaciones liberales. Habrá que reconocer la existencia de tradiciones políticas alternativas incluidas las de la derecha, aunque sean diversas e incoherentes. Recordemos que, dentro de la derecha, de los conservadores, hemos identificado (al menos) a los “libertarios”, a los “normativistas” y a los “fundamentalistas”.
En los años transcurridos desde 1994 ha habido aportaciones de historiadores ligados a la derecha que han aclarado algunas cuestiones sobre todo este asunto. Donald L. Critchlow apuntó (2009) que las reacciones contra el New Deal, contra un gobierno centralizado que amenazaba las libertades individuales, están en el origen del movimiento conservador moderno.
A ello se añaden los argumentos de Lisa McGirr (Suburban Warriors, 2001), al analizar los movimientos a favor de Barry Goldwater (elecciones presidenciales 1964) que se realizaron en el condado de Orange (California). El activismo se realizaba a pequeña escala en reuniones para tomar café en las cocinas suburbanas. McGirr en su libro lo decía claramente: Como parte del Oeste estadounidense, el condado de Orange ha tenido patrones distintivos de desarrollo y tradiciones políticas y culturales que han impulsado un ethos regional y un acérrimo libertarismo antiestatista que resulta significativo en la historia política estadounidense moderna. El Oeste moderno se ha basado en un sentido de identidad arraigado en nociones del hombre de la frontera individualista y autodidacta contrapuesto a un Este más antiguo y corrupto.
Otro historiador, Gregory Schneider, apuntaba que el conservadurismo estadounidense reconoce la defensa de la tradición, de las comunidades pequeñas (que generan sensación de pertenencia) y de la resistencia al poder estatal expansivo. Schneider añadía que, sobre todo, es tremendamente flexible y adaptativo. Nos encontramos con las características que ya desglosaba Brinkley.
Lo que me parece claro es la supervivencia de la desconfianza de los “hombres libres” hacia el Estado que ellos mismos construyen. Esta idea planea sobre la mentalidad política de los estadounidenses desde el siglo XVIII y, desde luego, ha sobrevivido a la gran corriente del liberalismo que ha predominado durante todo el siglo XX. Ha habido aportaciones intelectuales, (John Stuart Mill, Friedrich Hayek y otros) que han ayudado a categorizar esa mentalidad.
Existe además, en el terreno literario, un icono del conservadurismo, la filósofa y novelista Ayn Rand (San Petersburgo, 1905-New York,1982). Huyó de la Revolución Bolchevique y se instaló (1926) en Estados Unidos. Su odio al totalitarismo (y al New Deal) inspiró su pensamiento “libertario”.
Ayn Rand, 1943.
Mientras que, en la década de 1930, la tensa relación terminológica entre «individualismo» y «colectivismo» era determinante, Ayn Rand introducía ahora el concepto de «altruismo» como el auténtico enemigo de la libertad. (Eilenberger citando Diarios, 1942).
Sus novelas, Los que vivimos (1936), El manantial (1943) y, fundamentalmente, La rebelión de Atlas (1957), ayudaron decisivamente a la difusión del “libertarismo”. Uno de sus discípulos fue el presidente de la Reserva Federal, nombrado por Reagan en 1987, Alan Greenspan. El movimiento (en el partido republicano), del “Tea Party” (2009-2016), llamado así por el Motín del Té de Boston en 1773, abogaba por una vuelta a los orígenes constitucionales estadounidenses. Este movimiento seguía fielmente el ideario de Ayn Rand.
El “Tea Party” recuerda al ambiente descrito por Lisa McGirr en “Suburban Warriors”. Y, desde luego, no es casual la nomenclatura “guerrera”.

Bibliografía
Brinkley, Alan. “The Problem of American Conservatism.” The American Historical Review, vol. 99, no. 2, 1994, pp. 409–29. JSTOR, https://doi.org/10.2307/2167281. Accessed 2 Sept. 2024.
Friedrich Hayek. Camino de servidumbre. Alianza Editorial, 2011. ISBN 978-8420651682
Lisa McGirr, Suburban Warriors: The Origins of the New American Right. Princeton University Press, 2015. ISBN 978-0691165738
Donald T. Critchlow. In Defense of Populism: Protest and American Democracy. University of Pennsylvania Press, 2020. ISBN 978-0812252767
Wólfram Eilenberger. El fuego de la libertad: El refugio de la filosofía en tiempos sombríos 1933-1943. Taurus, 2021 ISBN 978-8430623884