Der Spiegel publicó el 31 de mayo de 1976 una entrevista que su editor, Rudolf Augstein, había hecho el 23 de septiembre de 1966 a Martin Heidegger. El filósofo impuso como condición que se publicara después de su muerte. La entrevista tiene dos partes claramente diferenciadas. En la primera Heidegger apunta un conjunto de torpes justificaciones sobre su relación con el nazismo. En la segunda, tal y como indica Ramón Rodríguez en la publicación (de la entrevista) en español que hizo la Revista de Occidente, en su número de diciembre de 1976, afirma en un tono “dramático y desesperanzado” que la técnica ha ganado la partida y que la filosofía está acabada, “su papel lo han tomado las ciencias y su puesto es ocupado por la cibernética“.
En paralelo, Charles Percy Snow (1905-1980), físico y novelista inglés, en una conferencia que dio el 7 de mayo de 1959, formulando la existencia de dos culturas, la literario-artística y la científica, afirmó que se habían convertido en compartimentos estancos demasiado separados. Defendiendo la cultura científica dijo que tan importante era conocer la Segunda Ley de la Termodinámica como leer a Shakespeare. Subyacía en sus afirmaciones la idea de que la cultura literario-artística, por su imprecisión, era incapaz de analizar el mundo.
John Brockman, siguiendo la estela de Snow, publicó en 1995 un libro, La tercera Cultura (The Third Culture: beyond the scientific revolution). Brockman calificó a los intelectuales de letras “cada vez más reaccionarios y, con harta frecuencia, arrogante y tercamente ignorantes de muchos de los logros de nuestro tiempo”.
A su vez, Susan Sontag había publicado en 1965, en “Contra la interpretación y otros ensayos”, una reflexión muy acertada sobre esta polémica. En primer lugar dijo que se parte de una premisa equivocada: que la ciencia y la tecnologia cambian y las artes se mantienen estáticas. Apunta que se está produciendo un nuevo tipo de sensibilidad, producto de las comodidades materiales, la velocidad, la movilidad y la reproducción en masa de objetos de arte.
Decía Sontag: “Puede afirmarse que el hombre occidental está siendo sometido a una anestesia sensorial masiva (la racionalización burocrática de Max Weber) al menos desde la Revolución industrial, y que el arte moderno ha funcionado como una especie de terapia de choque para, a un tiempo, confundir y abrir nuestros sentidos”.
Ortega y Gasset, en “La deshumanización del arte” (citado por Sontag en el ensayo) a su vez dice: “si el arte estuviera para redimir al hombre, sólo podría hacerlo salvándole de la seriedad de la vida y restituyéndole a una inesperada adolescencia”.
La nueva sensibilidad (Sontag dixit) exigiría menos contenido en el arte y estaría más abierta a la forma y el estilo, sería menos snob y menos moralista. La distinción entre alta y baja cultura se desdibuja. No por ello deja de ser seria, las máquinas, la física y las matemáticas se analizan con la misma fruición que una pintura, un comic, una película o la música popular.
La propia Sontag, treinta años más tarde (en 1996), matizaría sus tesis al decir que “la socavación de los criterios de seriedad casi ha concluido con la ascendencia de una cultura cuyos valores más inteligibles, más persuasivos se extraen de las industrias del espectáculo”. Lo que en un momento resulta oportuno y necesario, más tarde deviene conflictivo. Ya lo decía Borges en Los teólogos (El Aleph): “Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa“.